“Me ofrecieron 600 bolívares por mi cédula y les dije que yo no me metía
en eso. Revenden la harina, el arroz, el aceite, el azúcar, todo, y
dejan a los demás sin nada, no estoy de acuerdo con eso, es pecado
quitarle la comida a las personas. Soy wayuu y la gente nos mete en un
mismo saco, para los demás todos los guajiros somos bachaqueros”.
La
exclamación de María González, una doméstica de 53 años, madre de nueve
hijos y practicante del cristianismo, se escucha en la cola de uno de
los supermercados al norte de Maracaibo, en plena avenida Guajira. Su
historia se mezcla con el ‘calorón’ que a las 9:00 de la mañana ya
‘rompe tejas’.
Una cerca de ciclón actúa como un respaldo para
apoyar el peso del cuerpo, que luego de cuatro horas ya empieza a
resentirse. La cola parece estática para los que están de últimos. Por
lo menos un 80% de las personas que la hacen son wayuu. Quienes llegaron
a las 6:00, con el amanecer, poco han avanzado. Distinta es la suerte
que corren los que tomaron los productos de la cesta básica como un
oscuro negocio. Cargando sillas plásticas que usan para ‘montar
guardia’, y un batallón de acompañantes, son los primeros en entrar. En
un día promedio un contrabandista se valdrá de trampas para comprar
hasta seis veces en un mismo supermercado.
Los supermercados son
blanco de un saqueo permanente que comienza desde las 8:00 de la mañana y
se extiende hasta las 8:00 de la noche o hasta que se terminen los
productos regulados. Cargamento que llega desaparece en cuestión de
horas, y a veces en minutos. Entre los contrabandistas hay wayuu,
alijuna y colombianos.
“Se van a pie, se van a Enne, De Cándido,
Supermarket, Latino, no pagan carro”, cuenta una mujer que se queja de
la proliferación del bachaqueo, ilícito que ha venido desangrando al
Zulia. El problema que comenzó hace unos siete meses con la escasez de
alimentos causada por el desvío de productos a Colombia, se concentra
ahora en una práctica frenética que termina al final de cada día cuando
los anaqueles ya no tienen un solo paquete de regulados.
Una red
de información ha proliferado. Ya saben cuándo, dónde y qué va a llegar.
Tal cual como depredadores al acecho saltan de un supermercado a otro
para saquear lo que llegue. Tomar un carrito y pasearse por los pasillos
a buscar lo necesario para la despensa se convirtió en una imagen
lejana.
Todos saben que los bachaqueros son los primeros en hacer
cola, llegan de madrugada, otros duermen en el portón. Marcan
territorio. En ocasiones llegan hasta a intimidar a otros compradores
que no van por negocio, si no por la necesidad de alimentar a su
familia. “Montados en camiones de esos nuevos, llegan a pagarles a los
que hacen las colas para llevarse la comida y cuando uno va a comprar ya
no hay nada”, se queja Alcira Ferrer mientras trata de resguardarse del
sol con la mano puesta en su frente.
Una mujer de unos 25 años
recorre en plan de ‘policía’ la cola. “Hay que poner orden para que
podamos entrar”, exclama mientras usa un marcador rojo para estampar un
número en la muñeca. “El que no esté marcado no pasa”, vocifera
retadora. No labora en el supermercado, ni pertenece a ningún cuerpo de
seguridad. El 149 escrito en la muñeca izquierda indica el supuesto
lugar que se ocupa en la cola.
El marcaje no es bien recibido por
la mayoría. “Los mismos bachaqueros son los que se ponen a marcar a la
gente. Esa muchacha la he visto varias veces, es de las que viene todos
los días”. Los murmullos de incomodidad son colectivos.
Adentro
otra cola, no menos extensa, es hecha por personas con factura. Deben
entrar al establecimiento, comprar productos no regulados y volver a
salir a hacer una cola que les permitirá comprar alimentos regulados.
“Hay
arroz y aceite, ojalá cuando lleguemos allá todavía encontremos”,
afirma una ama de casa. Rozan las 12:00 del mediodía. El sudor comienza a
desvanecer el número estampado con marcador. Desde la parte interna un
vigilante viene para repartir números escritos en un cartón, de modo
rudimentario, los lanza como puede entre las rejas. El desespero para
hacerse de un cartoncito provoca peleas, empujones, unos intentan
subirse en la reja. Una señora se cae entre el tumulto, aún así logra
tener un número. El que fue hecho con marcador perdió ‘validez’, no
sirvió de nada. Con este cartón van llamando. No todos pudieron tener
uno, toca seguir esperando y con suerte la próxima vez pescar uno. El
calor arrecia. Paraguas, pedazos de cajas, sombreros, las manos,
cualquier cosa es buena para tratar de amainar el sofoco.
Vendedores
de bolsas de agua hacen su agosto. A tres bolívares ofrecen agua fría,
un oasis. Otros pasan vendiendo heladitos a 5 bolívares. No faltan las
empanadas, tortas, platanitos y cualquier ‘bala fría’ que aplaque el
hambre. La espera ya suma cinco horas sin resultado. El cansancio
comienza a hacer mella. Algunos optan por irse a sus casas a preparar
almuerzo y volver luego.
“Comprar con factura es más rápido”,
opina una mujer recostada al cercado externo. “Voy a meterme a buscar
algunas cosas”. El aire acondicionado del súper la refresca mientras
tanto. La mayoría compra papel sanitario y crema dental para hacerse de
la ansiada factura. Una hilera de trabajadores uniformados con chemises
azules compra, sin restricciones, los productos regulados que llegaron .
Primero se les vende a ellos, mientras, las colas afuera se encienden.
¿Cómo
es posible que les vendan a ellos todos los días? ¿Viste que se llevan
más de 10 paquetes de harina cada uno? ¿Por qué tenemos que volver a
salir a hacer esa cola? Si estamos comprando otras cosas ¿no sería mejor
que nos vendan de una vez los productos regulados y no tengamos que
salir a hacer esa cola otra vez? Las quejas no cesan en el recorrido
hacia la caja.
En la registradora la cajera luce agotada, el
ambiente la aturde. Suspira extenuada. ¡Salgo todos los días loca de
aquí!, exclama. Con factura en mano toca salir a la caza de harina y
leche. Es lo que hay en el momento. Lejos de ser un alivio, en la
llamada cola de ‘las facturas’, hay desorden. Allí también acuden al
marcaje de la muñeca. Esta vez el marcador es azul. La muñeca es marcada
con el número 133. La cola adquiere cierto orden. “No dejen que la
gente se cole, estén pilas pues”, se escucha.
Muchos pegan su
rostro al vidrio ahumado que permite ver el movimiento en el súper.
Todavía queda leche en polvo y harina de maíz. Son casi las 2:00 de la
tarde, ya se acabó el arroz, el azúcar y el aceite. “Mirá allá se ve
pollo, pero ese se lo venden a los trabajadores”, señala un hombre
logrando la atención de los demás. En efecto, hay pollo, empleados se lo
llevan en bolsas.
En un costado de la cola de usuarios con
factura está otro hervidero con la gente que viene de pasar horas en la
cola externa y tiene cartoncitos numerados. Alrededor de ambas hileras
zigzagueantes se forma un tumulto, algunos golpean los avisos metálicos
causando estruendos. Ya los pies de muchos están acalambrados. “Mirá
aquella que va allá compró esta mañana, viste que se cambió de franela.
¿Y viste aquellos? Ésos también compraron esta mañana y nosotros todavía
nada”.
¿Cómo es que llegó a convertirse en un cáncer social el
contrabando de alimentos regulados? La respuesta es numérica. Un paquete
de harina de maíz se compra en 5,93 bolívares y en la frontera llega a
cotizarse hasta en 60 bolívares. Las ganancias se van incrementando
según sea el producto. Un kilo de leche está regulado en 32,04 bolívares
(la presentación en bolsa) y en 36,44 bolívares en lata. En el comercio
informal puede pasar los 100 bolívares.
El precio del aceite de
maíz está fijado en 10,60 bolívares y el de girasol en 9,35. El kilo de
azúcar refinado está regulado en 6,11 bolívares.
En promedio, por
persona, se expenden seis kilos de harina, seis de arroz, tres litros
de aceite y seis kilos de azúcar. Dependerá de la organización de cada
establecimiento y la disponibilidad. Un solo bachaquero puede hacerse de
30 kilos de harina por día, lo que implica unos 1.500 bolívares de
ganancias al revenderlos.
“Vivo en Mara y allá venden un kilo de
harina a 50 bolívares, un litro de aceite del normal lo venden en 80 y
un kilo de azúcar se consigue en 25 bolívares ¿Quién puede pagar eso?
Miralos cómo están, salen y entran”, asienta con malestar una habitante
de Mara, en la subregión Guajira, mientras se aleja del desorden. “Me da
miedo que me vayan a golpear”. Irse a las manos es común. Turbas
violentas han roto vidrios de supermercados y agredido al personal.
“Antes las mujeres se peleaban por hombres, ahora se agarran por
comida”, suelta en tono de chiste una compradora en un intento de
ignorar el agotamiento.
“ ¿Y cómo hacen para comprar tantas
veces? Estoy aquí desde la mañana y esta es la hora que no he logrado
nada”. Las respuestas son varias y pasan por complicidad interna con los
empleados, pago a personas para que hagan colas, ofrecimientos a
trabajadores a cambio de facilidades para acceder a los alimentos
regulados y uso de varias cédulas.
“A mí me ha llegado más de una
muchacha de esas jovencitas que bachaquean, me dicen que las ayude a
sacar comida que ellas me pagan con ‘otra cosa’, más de un compañero mío
se ha dejado seducir, y anda metido en eso, pero que va, yo no caigo en
eso, no voy a arriesgarme a que me boten del trabajo por andarle
haciendo favores a las bachaqueras”.
El relato es compartido por
uno de los empleados de seguridad en una de las tertulias que se oyen en
la caótica espera. Cada quien tiene una historia que contar. Su
testimonio se comprueba apenas minutos después. A pocos metros una
muchacha wayuu coquetea con un vigilante. Ambos sonríen. Ella logrará de
este modo llevarse un jugoso cargamento de harina, aceite, arroz y
azúcar. Sin limitaciones.
El contrabando también ha encontrado
cómplices en trabajadores de empresas cercanas a los supermercados,
quienes ante la facilidad de acceso compran y le revenden a los
contrabandistas. “Te ven con la harina y antes que lo pienses te ofrecen
25 bolívares por cada paquete, si te pones un poco duro hasta en 30 te
la pagan y todavía van ganando”, asegura un empleado.
Los ánimos
se caldean, todos tratan de ser oídos, exigen que la “cola camine”. Una
barricada formada por carritos de supermercado impide que la marea
humana bañada por un día entero de calor logre entrar al área donde
reparten los alimentos regulados. ¡Apuren, apuren, esta cola no camina y
hay bastante calor!.
Las 5:00 de la tarde. Ya estando más cerca
de la entrada para comprar seis kilos de arroz y dos bolsas de leche la
ansiedad se acelera. “Para ver qué número tenéis vos, y vos, dejame ver.
Vayan pasando pues”, asiente una muchacha que ayuda a organizar el
cuello de botella en la entrada.
“Factura y cédula por favor, los que
no tienen factura no entran por esta cola”, sentencia infranqueable una
de las empleadas. Una vez adentro y en un episodio que dura no más de
15 segundos lanzan en los brazos de los compradores la mercancía.
Toca
abrazarse a los paquetes de harina y a las bolsas de leche, no hay
empaques para llevar en esa fase del recorrido. Los que ya pasaron entre
ocho y doce horas para llegar a ese punto cuidan con recelo el “oro”
que llevan entre sus brazos. Ahora el camino es a una de las cajas. No
hay carritos de mercado disponibles, fueron sacados para armar la
barricada afuera.
La noche cayó. Adentro del supermercado el caos
no termina. Colas de usuarios por pagar serpentean por todas partes. No
faltan los ‘colados’ y los que gritan quejándose de los ‘vivos’ que
quieren pasar a pagar primero. Más de uno se sienta en el piso a
descansar. Bolsas de alimentos en el suelo dan una sensación precaria.
Cada quien permanece atento a su ‘botín’, pues se ha dado el caso de
robos dentro del mismo lugar a quienes se descuidan. El rechazo a los
bachaqueros forma parte de conversaciones entre los desconocidos que
luego de tantas horas de espera terminan compartiendo un drama común.
A
medida que se avanza para pagar van apareciendo envases de jugos
abiertos, bolsas de galleta, cajas de chocolate, botellas de agua. Todas
consumidas y ninguna pagada. Las pérdidas para los supermercados son
diarias. Afuera montones de basura tapizan todo. Vasos plásticos,
bolsitas de agua, pitillos, cartones. La lista de desechos es larga.
Parece un campo de guerra.
Casi las 8:00 de la noche y el
despacho de regulados afuera cesa. Adentro quedan las colas de
compradores ansiosos por pagar. De pronto una revuelta hace que todos
centren su atención hacia un grupo de policías que detuvo a una wayuu
con seis facturas y una abultada compra de alimentos. “Así deberían
hacer con todos esos bachaqueros, por culpa de ellos nos estamos calando
este sufrimiento”.
Han pasado quince horas desde las 6:30 de la
mañana hasta las 8:15 de la noche. El ‘bululú’ no cesa. Luego de tres
horas para cancelar terminó el viacrucis. Afuera, siluetas se ven en la
oscuridad cargadas de bolsas llenas de comida regulada. En unas horas
amanecerá y se repetirá el saqueo...
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