Imagen del Golpe de Estado contra el Gobierno de Salvador Allende |
Más allá de los lugares comunes y los adjetivos que habitualmente se
utilizan en estos temas, el libro “La CIA en Chile” (Aguilar, 2013) del
periodista Carlos Basso, intenta escudriñar sobre algunas realidades que
han permanecido dormidas en los archivos desclasificados por Estados
Unidos, especialmente en lo relativo a las actuaciones de su principal
agencia de inteligencia en nuestro país no sólo entre 1970 y 1973 (que
es la principal “trama” del libro), sino desde mucho antes.
Ello obedece a que los avatares en Chile de los organismos
predecesores de la CIA (que fue fundada en 1947) comenzaron en los
albores de la Segunda Guerra Mundial, cuando se fijaron en nuestro país
no sólo en función del espionaje nazi (temática que en aquel entonces
estaba dentro de las competencias del FBI) sino especialmente debido a
una red de la KGB soviética muy activa, que operaba entre Chile, Estados
Unidos y Argentina y que, entre otras cosas, habría al menos sugerido
captar como agente de ella a Pablo Neruda, cuando éste se desempeñaba
como cónsul en México. Por cierto, la mención al respecto (contenida en
un cable interceptado por los estadounidenses a los soviéticos) es muy
feble como para saber si se trataba de una prospección, una idea o algo
más, aunque lo más probable es que quizás ni siquiera se lo hayan
propuesto, dado que el mismo vate relataba en “Confieso que he vivido”
la repugnancia que le provocaban los espías.
A poca distancia de la anécdota, sin embargo, lo interesante es que a
contar de 1953 la CIA, que ya el mismo 1947 había instalado una
Estación (oficina) en Santiago, comenzó a emitir NIEs sobre Chile, sigla
de National Intelligence Estimate, eufemismo utilizado para designar unos contundentes papers
de carácter académico realizados por una de sus divisiones, la Oficina
Nacional de Estimaciones (O/NE, por sus siglas en inglés), con el fin de
predecir diversos escenarios, habitualmente en el plano político y
económico.
Una de las situaciones que más evidente resulta de la lectura de más de mil documentos de la CIA es que la Democracia Cristiana siempre fue el partido chileno mejor evaluado por los norteamericanos. El Partido Nacional, de hecho, les gustaba poco. Estimaban que Sergio Onofre Jarpa no era un buen líder y que el partido carecía de estructuras de base (como organizaciones de mujeres, por ejemplo), a diferencia de la DC, uno de cuyos líderes (cuyo nombre está borrado) viajó en 1971 al cuartel general de la CIA a pedir más dinero, pues ya se les habían acabado las partidas entregadas unos meses antes.
Y de lo que viene a continuación, cualquier semejanza con la realidad es pura coincidencia.
La izquierdización
En 1963 se emitió un NIE de 33 páginas, que avisaba sobre una izquierdización del electorado, lo que a juicio de la CIA obedecía a que la mitad de la población chilena estaba mal vestida y mal alimentada.
La CIA (sí, la misma CIA de siempre, a la que difícilmente podríamos
acusar de ser un organismo antiderechista) atribuía dichas condiciones,
entre otras cosas, a que “la clase alta –grandes terratenientes,
magnates industriales y comerciales– conforma el patrón de consumo más
conspicuo de América. Son capaces de mantener su estilo de vida, en
parte, debido a la evasión de impuestos. Estos magnates tienen que
compartir su poder político con una clase media rápidamente creciente”.
En 1969 se emitieron dos NIE. Mientras uno vaticinaba en forma exacta
que “lo de 1970 será una carrera de tres hombres, en la cual no habrá
una mayoría nítida, y la decisión final será tomada por el congreso
chileno”, el segundo advertía, una vez más, sobre los factores que
permitían la izquierdización, y que eran “los ingresos per cápita
que permanecen inequitativos, la productividad agrícola que permanece
baja y la inflación aún crónica”.
La conclusión de los analistas de la O/NE era que lo anterior provocó
que “los chilenos se hayan puesto cada vez más impacientes con estas
condiciones y a que el electorado haya girado en forma estable hacia la
izquierda”. Asimismo sumaban el hecho de que, según ellos, “era difícil
imaginarse un candidato más antipático que Alessandri”.
Ello contrastaba con la opinión que la misma CIA tenía de su rival de
la UP, expresada en un NIE de 1971: “Allende es un experimentado y
astuto político con una gran comprensión del sistema político chileno,
ganada a través de años en el senado y como perenne candidato
presidencial. Es una marca conocida para el electorado chileno,
considerado un reformador que ha trabajado desde el sistema toda su
carrera política. Allende tiene 63 años y aparentemente posee buena
salud, a pesar de algunos problemas cardiacos previos. Trabaja duro en
su oficina, tiene instinto para las relaciones públicas y es adepto a
cultivar nuevos adeptos y desarmar a sus potenciales opositores”.
A diestra y siniestra
De hecho, a diferencia de lo que se piensa, la CIA no se mostraba (al
menos en el papel) amable en sus opiniones sobre buena parte de la
derecha chilena. Con quien sí lo fue en algún momento fue con Carlos
Prats, a quien calificaban en 1969, cuando era jefe de la III División
del Ejército, con asiento en Concepción, como “probablemente el
comandante de campo más altamente respetado de Chile”.
No obstante, por aquellos años eso aún era harina de otro costal. La
preocupación principal era la posible asunción de Allende. En 1967,
luego de la muerte del Che Guevara en Ñancahuazú, un cable emitido desde
la Estación de la CIA en Caracas dejaba claro que, en el contexto de
guerra fría, la preocupación por el marxismo debía dejar de estar en el foquismo
guerrillero, pues a esas alturas ya tenían claro que lo de Cuba había
sido una excepción y que, tras el fracaso de distintas experiencias
armadas, “la revolución no es posible en parte alguna de América Latina,
porque no existen las condiciones necesarias”.
Por ende, las miradas se tornaron con mayor fuerza hacia Chile, donde
el dinero de la CIA había comenzado a fluir en 1953, subsidiando
“agencias cablegráficas, revistas escritas para círculos intelectuales y
un semanario de derecha”, como dice el informe Church, sin entrar en
detalles, mismo reporte que precisa que los montos aumentaron a contar
de 1962, cuando el gobierno de John F. Kennedy comenzó a ayudar a la
Democracia Cristiana, a fin de evitar un triunfo de Allende en 1964.
Es justo precisar respecto de ello que la CIA tenía dos almas. Una
estaba en Washington, al lado del río Potomac, y creía que si ganaba el
socialista el escenario sería dantesco, visión muy distinta de la que
poseía, desde su oficina en calle Agustinas, mirando hacia La Moneda, el
por aquel entonces jefe de la CIA en Chile, Henry Hecksher, quien a
poco de que Richard Nixon ordenara evitar que Allende asumiera (en
septiembre de 1970), decía que la idea del golpe militar ―que proponía
la Fuerza de Tareas, creada para tal efecto en Washington― era
fantasiosa, y que además “no hay pretexto para un movimiento militar en
vista de la completa calma que prevalece en el país”.
Dicha idea la compartió en Estados Unidos James Flannery, subjefe de
la División Hemisferio Occidental de la CIA, quien argumentó en un
análisis secreto que “Santiago no se puede comparar con Praga o Budapest
hace 25 años. No hay un ejército rojo en Chile ni en sus fronteras”.
Ya en octubre, Hecksher insistió: “El clima en Chile ha estado
considerablemente calmo desde la primera semana después de las
elecciones. Hubo algunas corridas bancarias, pero pronto todo estuvo
bajo control. Tanto el gobierno como la Unidad Popular están ahora a
favor de evitar un mayor caos económico”, agregando un dato que parecía
esencial: “El Partido Nacional está igualmente preparado para hacer
negocios con Allende”.
No
obstante, ni Richard Helms, director de la CIA, ni mucho menos el jefe
de la Fuerza de Tareas, David Atlee Phillips (quien fue captado como
agente de la CIA en Chile, en 1954), oyeron la opinión de Flannery y
Hecksher y el plan que habían iniciado, el Track II (es decir, la
vía militar) se finiquitó con el innecesario crimen del general René
Schneider, opereta absurda iniciada como un plagio y que el mismo hombre
de la CIA en el down town santiaguino había previsto cómo
terminaría: “El intento de secuestro quizá conduzca a un baño de
sangre”, escribió varios días antes.
Pese a Nixon, Allende terminó por asumir la primera magistratura
chilena. Con ello se acabó también el trabajo de Hecksher. Aunque se
trataba de uno de los principales artífices del derrocamiento de Jacobo
Arbenz en Guatemala, ex jefe de la CIA en Laos y oficial histórico de la
CIA, terminó su carrera acusado de ser “socialista”.
Un par de años más tarde, cuando Ted Shackley asumió como jefe de la
División Hemisferio Occidental de la CIA, la explicación que se le dio
respecto del hecho de que Allende estuviera gobernando Chile fue que
había existido “una falla de inteligencia” que se atribuía no a quienes
habían intentado el golpe sino, todo lo contrario, a Hecksher.
Vuelta de tuerca
No obstante, para el golpe de 1973 la actuación de la CIA fue muy
distinta, pese a la creencia popular que le atribuye el golpe. Hecksher
fue remplazado por un oficial llamado Ray Warren, muy aficionado a los
cálculos políticos, que comenzó a implementar una suerte de continuación
del plan Track 1; es decir, el financiamiento a los partidos
políticos, que benefició principalmente y en primer lugar a la DC, luego
al Partido Nacional y en menor medida a los partidos Demócrata Radical
(PDR) y de Izquierda Radical (PIR).
Una de las situaciones que más evidente resulta de la lectura de más
de mil documentos de la CIA es que la Democracia Cristiana siempre fue
el partido chileno mejor evaluado por los norteamericanos. El Partido
Nacional, de hecho, les gustaba poco. Estimaban que Sergio Onofre Jarpa
no era un buen líder y que el partido carecía de estructuras de base
(como organizaciones de mujeres, por ejemplo), a diferencia de la DC,
uno de cuyos líderes (cuyo nombre está borrado) viajó en 1971 al cuartel
general de la CIA a pedir más dinero, pues ya se les habían acabado las
partidas entregadas a principios unos meses antes.
Ese mismo año el golpe ya era tema recurrente y Warren quiso ponerse a
tono con ello. Por ello en un documento interno que circuló en
Washington se leía que “la Estación (en Santiago) cree que debemos
intentar inducir a los militares todo lo que sea posible, si no todo,
para que tomen el control y desplacen al gobierno de Allende. Obviamente
eso no será fácil de hacer. Los militares chilenos tienden a actuar en
concordancia con su cadena de mando y sólo cuando el consenso es
evidente. Más aún, el general Prats no parece dispuesto a avanzar con
este objetivo”.
Posteriormente, el propio Warren enviaría a Washington un cable en
que diría querer hablar con ciertos oficiales “clave”, para estimularlos
a acometer una asonada, agregando que “debemos trabajar consciente y
deliberadamente en la dirección de un golpe”, frase que causó ronchas en
Washington. Le respondieron que no podían aceptar dicha “conclusión”,
pues no existía autorización para ello ni, mucho menos, podían
permitirle “hablar francamente sobre las mecánicas de un golpe” con
algunos militares, como él lo pedía, aconsejándole que “veamos cómo se
desarrolla la historia, no la hagamos”.
Claro, la situación en Washington era muy distinta de la de 1970. Ya
tenían una experiencia que les indicaba que no era tan simple gatillar
un golpe en Chile (por ello habían privilegiado la vía política) y
además Nixon estaba con muchos problemas en el frente interno.
En marzo de 1972 el periodista Jack Anderson destapó en el New York Times
el escándalo de las comunicaciones entre la CIA y la ITT (International
Telephone and Telegraph), alentando los intentos golpistas de dos años
antes, y debido a ello se había formado una comisión investigadora en el
congreso de EEUU.
Vietnam era otro punto de conflicto para Nixon y, en junio de 1972,
comenzó a estallar el caso Watergate. De ese modo, Chile ―que seguía
siendo muy importante dentro del combate al marxismo― había dejado de
tener la preminencia de antaño. Tan consciente estaba la CIA sobre las
miradas que tenía encima, que en un informe de su Dirección de
Operaciones, de septiembre de 1972, se decía que “la tentación de asumir
un rol positivo en apoyo al golpe militar es grande”, pero que debían
refrenarse, debido a que serían acusados de “ingeniar el colapso del
gobierno de Allende”.
En medio de las cavilaciones de Washington, Warren siguió insistiendo
hasta el final en la posibilidad de dar un golpe, asegurando que
existía un ambiente totalmente propicio para ello y, quizá como una
muestra de que el hombre en terreno siempre ―necesariamente― sabe más
que quien está en un escritorio a miles de millas de distancia, se
mantenía informado con mucha exactitud de los movimientos golpistas,
como fue el traslado de los Hawker Hunter a Concepción varios días antes
del 11, la constitución del grupo de 15 generales y almirantes que
planificó la operación, las fechas probables, las cavilaciones,
etc., mientras en Estados Unidos los analistas de la O/NE erraban medio a
medio ―quizá por primera vez en el caso de Chile― en su último informe
previo al golpe, del 14 de junio de 1973, en el cual aseguraban que la
salida más probable a la crisis era “un punto muerto”.
“La CIA en Chile”, Ediciones Aguilar, 291 páginas.
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