A través de los siglos ha quedado patente
el poder del dinero, o de la riqueza en general, o del poder económico,
como diríamos ahora, sobre las decisiones políticas en todos los países
del mundo. Conocemos la forma en que la nobleza y el clero dominaron en
el mundo occidental durante siglos, basados en el dominio de la riqueza
existente en ese momento, cómo las ambiciones de esta índole desataron
las guerras más desastrosas que el mundo había conocido, hasta llegar a
las dos guerras mundiales y la costosísima guerra fría posterior, y cómo
en la actualidad sigue latente el peligro de una conflagración mundial
de dimensiones inconcebibles, fundamentada en las guerras económicas que
se llevan a cabo de forma silenciosa pero implacable.
Las orientaciones ideológicas han pasado a ocupar un segundo
plano, o son utilizadas como la máscara grotesca de las intenciones de
dominación económica sobre extensas áreas del planeta. Al parecer no
se trata de una lucha entre izquierda o derecha, sino entre los
mecanismos que conceden control del poder que a su vez permite el acceso
a la riqueza.
Es así como detrás de las posturas ideológicas se oculta la ambición,
el egoísmo y los instintos depredadores de este animal pensante que se
llama el ser humano. Y como consecuencia de ello, de la aplicación de
formas de pensar alambicadas y mentirosas, la vida se ha vuelto más
difícil para la mayoría de la humanidad. El número de personas sufriendo
hambre en el mundo ha aumentado a casi mil millones, lo que significa
que uno de cada siete seres humanos está pasando hambre, siendo las
mujeres y las campesinas y campesinos los más afectados. El medio
ambiente se degrada rápidamente, la biodiversidad está siendo destruida,
los recursos hídricos empiezan a escasear y se contaminan, y los daños y
riesgos de la crisis climática causadas por la explotación incontrolada
son enormes.
Como consecuencia de la concentración de la riqueza en pocas manos y
el incremento especulativo del costo de la vida, los salarios pierden su
capacidad adquisitiva, las pensiones para la mayoría de los jubilados
(no las de aquellos que se amparan en los regímenes especiales de lujo,
como las del Poder Judicial y del Poder Legislativo, por ejemplo) más
parecen una limosna, el acaparamiento y la especulación es obra de la
burocracia que medra en los Bancos del Estado, que más parecen
garroteras de judío que instituciones estatales para el beneficio
nacional, el contrabando es un gran negocio de los comerciantes, la
educación es un desastre en su calidad, los hospitales se los come la
carencia de recursos para atender a los enfermos mientras la burocracia
de la CCSS se llena los bolsillos, las carreteras son una vergüenza
vial, la violencia destruye diariamente a personas inocentes.
El ensayista argentino Jorge Alemán señala en uno de sus escritos que, actualmente,
son muchas las maneras de concebir el capitalismo contemporáneo. Mucho
se ha escrito sobre las transformaciones internas que le permiten al
Capital, incluso en cada crisis, alcanzar una nueva potencia. También se
ha tomado en cuenta el impulso incesante que lo lleva a expandirse sin
límite por todos los confines del planeta y sobre su capacidad para
transformar todas las relaciones sociales hasta alterar a la misma
subjetividad en su modo especial de producirse.
Así, se han generado todo tipo de debates teóricos y políticos con
respecto de estos puntos mencionados. No obstante, sean cuales sean los
modos en que estas concepciones actuales del capitalismo se presentan,
existen ya una serie de conclusiones que, al menos desde un punto de
vista histórico, parecen imponerse por su propio peso.
En primer lugar ya no es posible pensar que alguna “contradicción”
interna al capitalismo y su despliegue tenga la fuerza suficiente para
transformarlo y hacerlo colapsar. Ese colapso, en todo caso, queda
reservado para las naciones, los pueblos, las instituciones, los
vínculos sociales e incluso los propios sujetos.
Esta observación resulta sumamente interesante, pues lo que nos dice es que las formas y mecanismos son realmente secundarios, lo
que prevalece y prevalecerá siempre es la ambición y el egoísmo humano,
por encima de las ideologías y los sistemas económicos.
En segundo lugar, las aparentes novedades que el capitalismo
presenta, no son otra cosa que la máscara de un “retorno”, el velo de un
movimiento circular que vuelve siempre al mismo lugar. Ese lugar, en
donde de un modo cada vez más intenso y preciso se conecta, incluso en
la pobreza más extrema, a la existencia de los sujetos con distintos
mandatos implícitos de consumo, a saber: tratar la vida, la relación
consigo mismo y con los otros, bajo las formas de la mercancía, la
competencia, la gestión de intereses, el emprendedor de sí, la vida del
endeudado o los diversos imperativos mortíferos de la autoayuda y la
felicidad.
En tercer término, el movimiento circular del capitalismo, que se
auto propulsa y proyecta de modo ilimitado, se caracteriza por conectar
todos los lugares, carecer de barreras que impidan esa conexión y no
presentar ningún límite que permita pensar en un exterior a la realidad
capitalista.
Es decir, el egoísmo humano siempre prevalecerá por encima de
las ideologías, las concepciones políticas y económicas, y el bienestar
general de los ciudadanos de una nación no es más que una elucubración
metafísica.
Si se tienen en cuenta los tres puntos hasta aquí presentados, se
podrá admitir tal vez que, al carecer de límite exterior, el capitalismo
no permite entonces concebir ninguna operación que lo desconecte en su
funcionamiento circular. La clásica idea de que existía un “sujeto”,
predestinado por su inserción en el aparato productivo, a finalizar con
el capital y acceder a otro tipo de sociedad histórica, se revela como
una idea “metafísica” que desconoce la potencia actual del capital.
De este modo, estamos frente a una paradoja que se nos presenta como
una elección forzada y problemática y que, sin embargo, no hay más
remedio que afrontar. Por un lado el capitalismo es una realidad
histórica, y por lo tanto no es eterno, no es el final ni el último
escalón de la realidad al cual la historia de la humanidad nos condujo, y
por otro, sin embargo y como ya se ha dicho, hay serias dificultades
para concebir su salida, para nombrar históricamente su exterior y para
adjudicarle a la historia un “progreso” que nos llevaría a un nuevo
mundo.
Sin embargo, esta última concepción suena un tanto utópica, al menos
ante la realidad presente. Los ensayos de los últimos cien años en el
mundo occidental con otra visión distinta, han fracasado no por la
concepción misma de la propuesta de organización política y social, sino
porque la ambición individual y colectiva de quienes han asumido el
control de un país determinado, bajo esas nuevas condiciones, se
corrompieron igualmente.
Estamos presenciando en este momento el derrumbe de los movimientos
socializantes de países como Argentina, Brasil y Venezuela, en una
arremetida brutal del capital transnacionalizado, que no augura nada
bueno para la región.
Tres de los países que ensayaron modelos contrarios a los grandes
intereses capitalistas que medran en nuestro continente, aprovechándose
de nuestras riquezas naturales y la ambición de débiles mentales metidos
a políticos, cuya única ambición es imitar el nivel de vida del imperio
norteamericano. Nadie duda que detrás de estos movimientos se
encuentran flujos innombrables de recursos para manipular las masas
ignorantes y desesperadas.
Pero se acercan tiempos peores. Ahora un fantasma recorre el mundo:
el fantasma del fascismo. Y es que esta nociva y proteica doctrina ya no
se circunscribe al islamofacismo que alcanzó su cenit con el
surgimiento de ISIS. O al puñado de regímenes facistoide que llevan más
de una década arruinando los países que sojuzgan al tiempo que ejercen
una influencia nefasta, militar o ideológica sobre sus vecinos, sino que
ha alcanzado el corazón de la democracia liberal con la aparición o el
fortalecimiento de figuras demagógicas, ridículas y escalofriantes como
Donald Trump o Marine Le Pen, que amenazan con darle el tiro de gracia a
la civilización occidental en un futuro no muy lejano.
En el caso de Trump, es sin temor a exagerar el payaso más peligroso y
preocupante de todos los que han emergido en los últimos años, pues
podría quedar a cargo del país económica y militarmente más poderoso de
la historia, debo confesar que fui de los ingenuos que al inicio de ese
freak show obsceno que es su campaña, subestimaron la amenaza que
representa. El estrepitoso fracaso de su primer amago presidencial en
2011 me convenció de que ni siquiera el delirante electorado
republicano, intoxicado por la propaganda histérica de Fox News,
apoyaría a semejante bufón.
Pero Trump es un demagogo nato y talentoso que hace cuatro años supo
reconocer que aún no llegaba su momento, y que hoy se ha topado con el
clima político y económico ideal para desplegar su hedionda demagogia
populista y xenófoba entre un electorado mayoritariamente de raza blanca
y perteneciente a la clase trabajadora, que en las últimas décadas ha
visto cómo su calidad de vida se desploma dramáticamente, mientras sus
antiguos empleos son exportados al tercer mundo ante la indiferencia o
la complicidad de la inmensa mayoría de los políticos tradicionales de
ambos partidos.
Un revelador estudio publicado el año pasado por el profesor escocés
Angus Deaton, ganador del Premio Nobel de economía en 2015, reveló que
los norteamericanos de edad madura y raza blanca son el único grupo
generacional y étnico en EEUU y el resto de los países industrializados,
cuya tasa de mortalidad se ha incrementado en lugar de disminuir. Y lo
más dramático del hallazgo es que la causa detrás de esta insólita
tendencia no es el cáncer, la diabetes o las enfermedades
cardiovasculares, sino una epidemia de suicidios, enfermedades hepáticas
relacionadas con el consumo de alcohol, sobredosis de heroína y otras
drogas ilícitas, y males ocasionados por el abuso de opioides legales.
Esa clase trabajadora depauperada, olvidada por los políticos
tradicionales, tildada de racista, sexista y homófoba por la izquierda
que solía luchar a favor de sus intereses, sumida en una profunda crisis
existencial y ahogada en un mar de incertidumbre y resentimiento, es el
público ideal para un estafador con lengua viperina como Trump. Quien
se presenta ante esas masas incautas y desesperadas como una figura
independiente y ajena al establishment, un hombre de negocios
fabulosamente exitoso y sin pelos en la lengua, que dice lo que piensa
cuando le da la gana, sin dejarse guiar por las encuestas y los asesores
de imagen, o intimidar por la prensa y los mojigatos guardianes de la
corrección política.
Pero detrás de esa seductora fachada hay un hombre repulsivo, fatuo y
vulgar. Un heredero mimado con delirantes ínfulas de emprendedor y
“self-made man”. Un demagogo que ofrece diagnósticos errados y
soluciones falsas y simplistas ante una crisis profunda y compleja. Un
charlatán sin escrúpulos que explota los peores defectos de la
naturaleza humana, empezando por el miedo instintivo a los otros, para
lucrar políticamente, creando de manera irresponsable una atmósfera de
odio y división en el corazón de su patria.
Por si todo esto fuera poco, Trump es además el producto más acabado
de la cultura de los “reality shows”, y de esa nueva y perniciosa
obsesión por la fama sin atributos. Una versión masculina de Kim
Kardashian, con rostro abotagado, piel rosa fosforescente y el peinado
más horroroso jamás concebido, que no se conforma con “logros” modestos y
comparativamente inofensivos como los que satisfacen a las figuras del
mundo de la televisión más superficial del mundo, la norteamericana,
sino que aspira a controlar el arsenal nuclear de la nación más poderosa
del mundo.
Este triste ejemplo que está frente a nosotros, debería sernos de
utilidad cuando tan tempranamente se encienden los fuegos fatuos de las
contiendas electorales de nuestro país, fenómeno sumamente peligroso
para el país y todavía más para los aspirantes a gobernar esta aldea con
forma de territorio nacional. En el camino se paraliza la acción del
gobierno presente, pues pueden más los intereses electoreros de los
partidos de oposición que el bienestar ciudadano, se queman los
aspirantes por estupideces obvias, y se abandona el bienestar común.
¿Por qué cree Usted, señor lector, que Costa Rica no sale del
atascadero en que se encuentra? Por razones ideológicas? Pues no. Se
encuentra atascada no porque se lucha entre concepciones de izquierda o
de derecha, ni siquiera por cuestionar el mal llamado modelo
costarricense, sino porque la ambición desmedida de quienes quieren
gobernar y gobiernan, así como los que gobernaron en los años recientes,
impiden soluciones que beneficien a todos.
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