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lunes, 17 de mayo de 2021

Las venezolanas víctimas de trata sexual en Colombia: “Mamita, usted no viene a vender café”

“Cuando mi vecina, amiga de mi mamá y del barrio de toda la vida, me ofreció el trabajo me hice muchas ilusiones. Pensé que, por fin, podría mandarle dinero a mi familia y lograr que tuvieran una vida mejor”, relata Yolanda. Su caso, como el de muchas, se convirtió en pesadilla. No hay cifras fidedignas porque las mujeres no se atreven a denunciar. “El miedo no nos deja hablar”, dice

En aquel instante lo supo. Cuando vio el candado en la puerta y sintió el frío del acero en la nuca, lo supo. En ese momento se dio cuenta de que no vendería café. Supo, también, que no enviaría remesas de dinero a su familia en Venezuela. La promesa de un futuro mejor en Colombia se desplomó ante sus ojos aquella mañana. Cuando se vio a sí misma encerrada en aquella habitación diminuta y con las manos de él ahogándole los gritos, lo supo. Aquel empleo que le habían prometido era falso: la habían captado en una red de trata sexual.

Yolanda ‒nombre ficticio para protegerla‒ está sentada en una cafetería de una de las ciudades fronterizas ‒por motivos de seguridad no se puede dar el nombre‒ entre Colombia y Venezuela. Tiene el miedo en la mirada. Observa de reojo. A la izquierda, a la derecha, detrás de su espalda. Tiene las piernas cruzadas y las mueve nerviosa. Las ojeras a causa de las noches sin dormir y el miedo le suman años que no tiene. Se remueve en la silla, incómoda. Yolanda está nerviosa. Desconfía. El peligro se extiende a lo largo de la ciudad y lo impregna todo: la conversación, los recuerdos, su mirada. El miedo está en todas partes y la acompaña en cada uno de sus movimientos: aparece en cada una de las esquinas en las que dobla para cambiar de dirección. Está en la mirada de cualquier desconocido y en las noches a la intemperie en la calle. A lo largo de la conversación en esta cafetería, se girará una decena de ocasiones para asegurarse de que no hay nadie cerca que le resulte sospechoso.

“Hacemos todo con miedo: salimos con miedo. Nos subimos a la buseta con miedo. Caminamos con miedo. Me da terror. Me da pánico volver a encontrarme con ellos ‒sus captores‒, porque están acá y en libertad. Me los encontré ya dos veces. De frente. Nunca estoy tranquila. Vivo 24 horas al día con miedo”.

Tiene el pelo color miel, los ojos grandes y almendrados, los labios gruesos, que temblarán cada vez que rescata aquel instante de su memoria en el que se dio cuenta que no regentaría un puesto de café, tal y como le había ofrecido su vecina del barrio y amiga de la familia de toda la vida. Esta mujer, madre de cuatro hijos, migrante venezolana, captada en su ciudad de origen hace un año y medio está en un programa de protección de testigos para víctimas de trata sexual.

“Cuando mi vecina, amiga de mi mamá y del barrio de toda la vida, me ofreció el trabajo me hice muchas ilusiones. Pensé que, por fin, podría mandarle dinero a mi familia y lograr que tuvieran una vida mejor. Mi vecina me dijo que había estado en Colombia vendiendo tintos ‒como se le conoce al café en Colombia‒ y que le había ido muy bienque hacía 60.000 pesos diarios. Me dijo ‘yo te pago el pasaje, no te preocupes. Hay hospedaje. Yo conozco un señor allá y él nos va a recibir’. Me dijo que no me preocupara: que conforme hiciera la clientela y ganase dinero le iría pagando la deuda del transporte desde Venezuela hasta Colombia. Hasta que al día siguiente de llegar me dijo aquello: ‘No, mamita. Usted no viene a vender café. No vaya a creer que la vamos a mantener: ha venido a ser prostituida. Ah, y sus dos hijas también. Hay señores a los que les gustan las chamas’La madrugada de ese día fue cuando sucedió. El dueño entró al cuarto en el que nos retenía con mis dos hijas y me puso el cuchillo en el cuello. Él me dijo ‘si gritas o haces algo, ya sabes que sé dónde está tu familia, y que tu vecina me ha dado todos tus datos’”.

La frase: “No venderás café”.

Y después, el infierno.

Migrantes venezolanas: en la mira de las redes de trata sexual

“Mamita, tenga cuidado con esas preguntas que hace. Le pueden pasar cosas malas. Acá hay gente mala, ¿sabe? Muchas mujeres, muchas chamas desaparecidas. Llegaban con una oferta de trabajo para vender tintos y pues ya, no se sabía más nada de ellas. Tengo compañeras venezolanas que me hablaron de mujeres secuestradas durante un año o más en otros lugares de acá, de Colombia. Pregunta usted que sí sé de cosas. Claro que sé, mija. Acá todas sabemos. Pero mejor ya deje de hacer preguntas y la broma. Acá hay mucho miedo, mija. El miedo es el que no nos deja hablar. Yo le digo que hay trata sexual. Claro que la hay”.

Después de esta confesión, la mujer ‒pelo rubio, raíces negras, robusta y ojos verdes‒ se aleja y se adentra en el círculo que forman las sillas rojas de plástico en las que están sentadas una veintena de mujeres venezolanas. Ahora prestan atención a la información que le dan las Adoratrices, un equipo compuesto por psicólogas y trabajadoras sociales que les alertan de la trata sexual: les explican los mecanismos y vías de captación, cuáles son los modus operandi de las bandas, las falsas ofertas laborales que circulan a través de las redes sociales. Las mujeres venezolanas son las más vulnerables frente a estas ofertas debido al éxodo masivo que azota al país con 5,5 millones de desplazados, según las últimas cifras del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur).

El pelo negro y rizo recorre su columna vertebral. Se baja de la tarima: las mujeres la saludan, le dan la mano, le preguntan qué tal está, le dan las gracias. Es Nini Johanna Rodríguez, psicóloga especializada en zonas de alto impacto y violencia sexual, y parte del equipo de las Adoratrices. Cuando se le pregunta por la trata sexual, no titubea: habla con furia, con rabia, con determinación.

“¿Que si hay trata sexual? Claro que la hay. Sin ninguna duda. En el 2018 se registraron, en el país, varios allanamientos donde se encontraron víctimas de trata sexual, y la mayoría eran migrantes venezolanas. De hecho, tengo conocimiento de algunos casos. Algunas mujeres han referido que Tibú ‒zona roja controlada por el Ejército de Liberación Nacional (ELN)‒ es un lugar donde hay alta violencia y explotación sexual. Las mujeres son engañadas y llevadas supuestamente para trabajar en fincas cafeteras. De hecho, tengo el registro y testimonio de varias mujeres que me han hablado de esto, y que me han contado que han terminado allí engañadas. Les dijeron que les pagaban sus pasajes y al llegar allí les ofrecen vestuarios y las explotan. Algunas consiguieron escapar, como las mujeres con las que hablé. Otras no tenemos conocimiento, ya que allí se encuentran los grupos armados al margen de la ley. Lo que sí tenemos son testimonios de varias mujeres que no se conocían entre ellas y dijeron y contaron exactamente lo mismo de forma independiente, sin saber si había otras mujeres que ya tenían una experiencia parecida. También sé que se han llevado a mujeres para Bogotá, Bucaramanga, Tibú, Ocaña. Estos son los sectores que me han nombrado las mujeres que yo entrevisté. El que se repite con más frecuencia es Tibú. Es algo muy fuerte y estos casos están sucediendo. También está ocurriendo que ponen papelitos que dicen ‘trabajo sí hay’. Las mujeres llaman a estos números y son trabajos en fincas, y terminan siendo explotadas sexualmente”.

Según el último informe de la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (Unodc, por sus siglas en inglés), la trata sexual es la principal modalidad de trata en el mundo, representando 50%. La Organización de Naciones Unidas (ONU) estima que, por cada víctima rescatada, 20 mujeres permanecen sin identificar: son invisibles. Las cifras, aquí, son problemáticas: subregistro, ausencia de información y transparencia, dificultad para acceder a ellas. Hay, sin embargo, dos obstáculos más grandes que estos. Son dos palabras que serán repetidas por cada una de las personas entrevistadas para este reportaje: el miedo y el silencio. Nini habla del miedo sin pena, sin resignación, sin victimismo.

“No existen datos ni cifras concretas porque las mujeres tienen mucho miedo a denunciar y, lamentablemente, tenemos aquí bandas criminales, grupos armados al margen de la ley. Muchas mujeres han manifestado que no podían hacer denuncias porque las tenían amenazadas y les habían dicho que sabían dónde vivían, quiénes eran y dónde estaban sus familias, que sabían dónde encontrarlas y que cuidadito con que denunciar o hacer algo. Entonces, hay mucho miedo: miedo a la muerte, a la persecución. Yo también tengo mucho miedo. Tengo miedo a que nos silencien. A medida que esta lucha avance sé que voy a tener muchos riesgos”.

Una funcionaria que pide preservar su anonimato confirma el testimonio de Nini y añade: “Esto es mucho más grande de lo que parece y de lo que se quiere reconocer. Pareciera que hay una negación de lo que pasa. Fíjate que estimamos que de las mujeres venezolanas que, supuestamente, están en situación de prostitución en Colombia, alrededor de entre 80% y 90% son, en realidad, víctimas de trata sexual. Estamos hablando de que en Colombia, a nivel interno, hay numerosos destinos a los que se lleva a estas mujeres a través de falsas ofertas laborales: tenemos casos en Montería, Barrancabermeja, Bucaramanga, Tibú. Pero es que esto no es nada comparado con lo que sabemos que está pasando: hablamos de mujeres que están siendo traficadas hasta Trinidad y Tobago, un destino de trata sexual de inmigrantes venezolanas que podemos considerar consolidado, Aruba, Curazao, Bahamas, Guyana. España es otro de los destinos. Hemos visto que una ruta que está, digamos, consolidándose también es la ruta Bogotá-Madrid Barajas”.

A escasos metros, está la mujer de antes: la que dijo que sí, que claro que sabía, pero que era mejor no hacer preguntas. Porque aquí, en este territorio fronterizo hostil y caliente, las palabras conducen a un solo lugar: la muerte. La mujer observa de reojo la conversación desde la distancia. Espera a que termine la charla y, cuando Nini se pierde por el pasillo angosto que conduce a la salida del centro, se acerca.

“Mamitael caso de la mujer venezolana que usted está investigando no es el único. Hay muchas inmigrantes venezolanas que están pasando por esto. Sé de una compañera que tuvo un caso cercano: una amiga suya estuvo secuestrada en Barrancabermeja y logró escapar. Este es su WhatsApp. Tenga cuidado, mija”.

Se aleja. A medio camino se gira: “Que Dios la bendiga”.

Vías de captación, modus operandi de las redes y transformación de la trata sexual

El miedo, en esta ciudad, se extiende como algo corrosivo hasta invadirlo todo. Si te asomas a su mirada negra, puedes verlo: lo tiene en las pupilas, que se agrandan cuando se le pregunta por aquella madrugada en la que apareció su amiga con el cuerpo plagado, invadido, de moratones.

“Mami, ese día fue horrible. Estaba flaquita, flaquita, y tenía el cuerpo lleno de moratones, cardinales, cortes. No sé, todo lo que usted se pueda imaginar. Solo me dijo que consiguió escapar en un descuido de los hombres que la explotaban. La tenían en un burdel de Barrancabermeja. Me dijo que no sabía muy bien porque ella estaba como en estado de shock, pero decía que creía que allí estaban como 100 mujeres más, también venezolanas. Me contó que estuvo allá un año, que la explotaban de lunes a lunes y, bueno, mamimás cosas, cada una más horrible que la otra. La drogaban y la multaban hasta por cruzar las rodillas. Y cada vez tenía más y más deuda. Nunca se terminaba”.

“Me regreso para Venezuela. Acá pueden encontrarme y matarnos a las dos”. Ese fue el mensaje escrito en una hoja que se encontró a la mañana siguiente en la cocina del cuartucho que alquilaEsa fue la última vez que supo algo de su amiga: hace, ahora, dos años.  

La oferta laboral que le hicieron a su amiga tiene muchas similitudes con la de Yolanda: le prometieron pasaje, alojamiento y tres comidas diarias por un trabajo como camarera en Barrancabermeja, en la zona occidental del departamento de Santander. Alrededor de ella, hay una docena de mujeres, también inmigrantes venezolanas. Cada una de ellas, entrevistada de forma separada para este reportaje, confirmarán el testimonio de la mujer ‒que ha pedido que se preserve su anonimato‒. Todas relataron el mismo modus operandi: dos mujeres ‒también venezolanas‒ que les ofrecen un puesto de trabajo como camareras o vendedoras de tintos en otras regiones de Colombia, las mismas que nombraron Nini y la funcionaria anónima, a cambio de un “todo incluido” (los pasajes, el alojamiento, las comidas). Lo único que tienen que hacer, les dicen, es trabajar y devolver el dinero según lo vayan reuniendo.

Nini asegura que uno de los principales mecanismos de captación es utilizar a otras venezolanas para que se ganen la confianza de las mujeres y explica que la dinámica de las redes se ha transformado: “La explotación y la trata sexual ya no sucede en un contexto de secuestro, sino que se da en un marco de engaño y de un vínculo afectivo emocional donde hay una persona que le genera a esa mujer un acercamiento, un recibimiento y una acogida. Entonces, hace el traslado y la acogida de la persona, la recibe en el bar o el lugar donde esté, le hace creer que la está ayudando y termina en un contexto de explotación sexual. Entonces, no le retiran los documentos, no pareciera que las están obligando y entonces ellas no se dan cuenta de que están siendo víctimas de la explotación sexual”.

Liliana ‒nombre falso para proteger su identidad‒, pelo castaño y lacio, labios rojo carmín, recibió una de estas ofertas: “Decidí no ir porque tengo a tres hijos acá conmigo y no quería dejarlos solos. La mañana que llegaron esas dos mujeres a ofrecernos el puesto como camareras estaba con otras dos compañeras. Ellas aceptaron. No sé más nada de ellas: desaparecieron. Como si se las tragara la tierra, mijaLo que sí me llama la atención y a usted le puede servir, ¿sabe qué es? Que preguntan más por chamasNos dicen si conocemos a chamas que quieran trabajar. Jovencitas venezolanas de 13, 15, 16 años”.

Tiene el pelo trenzado, la mirada triste, y el cansancio en las ojeras violetas que tiene tatuadas debajo de los ojos. Al principio se muestra reacia a hablar, pero con la condición de que no se publique su nombre, comienza. Y una vez que lo hace, es como si hubiera estado todo este tiempo esperando un momento como este, a la oportunidad de ser escuchada: “¿Que a qué le tenemos miedo? La pregunta es a quién. Y la respuesta es a todo el mundo. ¿Que si sé de ofertas en Colombia? Ay, mami, eso es más, mucho más. Ofrecen trabajo en Perú, Ecuador, también escuché de Trinidad y Tobago. Todas las chamas que aceptaron no dieron más señales de vida. A veces, me pregunto cómo estarán, si seguirán vivas. Lo que están haciendo con las inmigrantes venezolanas no tiene perdón de Dios. Y nadie nos hace caso. Nadie nos quiere escuchar. Se aprovechan de nuestra necesidad porque saben que tenemos que mandarle plata a nuestras familias y muchas aceptan esas ofertas y nunca más vuelven”.

“Que Dios la bendiga”, dice la mujer del pelo trenzado y las ojeras violetas.

“Que Dios la bendiga”, repite.

Escapar o morir

No lo recuerda.

Por mucho que intenta rescatar aquel instante de su memoria es incapaz de saber cómo lo logró. Solo sabe una cosa: que empezó a correr.

Eso es lo único que recuerda Yolanda del día que logró escapar: que empezó a correr y no paró.

“Él llegó al cuarto en el que nos retenía alcoholizado y quiso llevarse a mi hija. Ahí algo pasó en mi cabeza. No sé cómo lo hice ni de dónde saqué la fuerza. Solo sé que me di cuenta que ese era el momento. El momento de salir corriendo. Como estaba pasado de copas, lo empujé, se cayó al suelo, agarré a las niñas y las llaves y salí corriendo. No paré de correr”.

Yolanda no denunció en el primer momento. Tal y como explicó Nini, el miedo les despoja de una de las mayores libertades que, quizá, tiene el ser humano: el poder de decidir. Sus captores lo sabían todo de Yolanda y su familia: dónde vivían, los lugares que frecuentaban, los horarios de entrada y salida. A esto se une el miedo con el que conviven las personas migrantes, un miedo que es como un ruido de fondo, que permanece constante, monótono: “No quise denunciar porque tenía mucho miedo a que nos deportasen”.

“Mamita, ¡tengo hambre!”.

Un grito infantil interrumpe la conversación. Tiene el pelo surcado por unas trenzas diminutas y lleva un vestido color rosa salpicado por flores blancas. Sostiene un peluche, raído por el paso del tiempo, que aprieta contra sí con fuerza, como si se lo fueran a sacar: es la menor de las dos hijas de Yolanda.

Son las 10:00 am, pero Yolanda y sus dos hijas, de ocho y seis años de edad, llevan desde las 5:00 am despiertas, hora en la que salieron a reciclar basura para poder comer. A pesar de que es temprano, el sol aprieta con furia. Las bocinas de los automóviles, taxis y autobuses se mezclan con los gritos infantiles de la menor, que insiste: tiene hambre. Lleva sin comer desde ayer por la noche. Está cansada: han recorrido varios kilómetros en busca de basura para ganar, apenas, unos 2000 pesos colombianos ‒0,46 céntimos de euro/ 0,55 dólares aproximadamente‒.

“Mamita, ¡quiero comer!”, repite. Yolanda la mira. Traga aire. Espera unos segundos antes de hablar, como si estuviese buscando las palabras capaces de tranquilizar a la pequeña.

“Lo sé, mi amor. Ahorita mami va a por comida, ¿si? Pero necesito que se relaje, que tenga paciencia”.

“Estamos reciclando basura porque al no tener el PEP ‒el Permiso Especial de Permanencia‒ no puedo hacer ningún trabajo. El día a día es pésimo. Me acuesto a las 12:00 pm y me paro a eso de las 3:00 am. A las 5:30 am voy a reciclar con las niñas porque no las quiero dejar con nadie. No me fío de nadie. Luego, a las 9:00 am, volvemos. Hay días que como una sola vez al día. Nos pasamos reciclando prácticamente todo el día y apenas reúno mil o dos mil pesos diarios. Ha bajado demasiado porque hay muchos recicladores por la cantidad de inmigrantes venezolanos que hay”.

Cuando se hizo esta entrevista ‒hace un año‒ Yolanda y sus hijas vivían en la calle. A pesar de ser superviviente de trata sexual y estar en un programa de protección de testigos, fueron trasladadas en varias ocasiones a distintos hostales en la misma ciudad en la que se encontraban sus captores.

“Tuve que declarar ante la Fiscalía y, en un primer momento, se trató como inducción a la prostitución, pero esto cambió ahorita por las cosas que le encontraron a ella ‒por su captora‒. Después de esto lo cambiaron de inducción a trata sexual de personas. En ese momento me pusieron hospedaje por 15 días por parte de la alcaldía y como protección a policías para que nos llevasen y nos trajesen, pero solo era cuando nos desplazábamos, no teníamos a alguien protegiéndonos todo el día”.

La alcaldía le ofreció un refugio al que Yolanda se negó a ir porque sabía que ahí había personas que representaban peligro para ella y para sus hijas. Al negarse, se quedaron en la calle.

“No podía ir a ese lugar. En ese refugio había de todo, incluso trocheros. Mis captores nos podían encontrar, no podía arriesgarme. Necesito tener a mi familia cerca ‒los ojos se le aguan y pausa un instante la conversación‒. Necesito un lugar fijo, ya no puedo más de estar yendo de un lugar a otro. Me siento culpable por no haber sido capaz de darme cuenta aquel día que esa oferta era una mentira. Me siento culpable por no ser capaz de darme cuenta y haberme negado. Desde aquel día aprendí a que no puedo confiar, así sea en una vecina que conozco hace años. Necesito a mi mamá. A veces, creo que una se va acostumbrando, se resigna y esta no es la idea. A veces, pienso en entregarme a mis captores y que así, al menos, dejen a mis hijas libres. Que ellas puedan ser libres”.

La abogada de Women’s Link Worldwide, organización que lleva el caso de Yolanda, Ana Margarita González, confirma su testimonio: “Son situaciones de extrema delicadeza en cuestiones de seguridad. En el caso de Yolanda, se le otorgaron medidas de protección de parte del Estado, pero fíjate lo que pasó en este caso: las medidas de protección consisten, básicamente, en rondas de la policía alrededor de la vivienda de ella, pero no tiene vivienda. ¿Y por qué no tiene vivienda? El Comité Interinstitucional de Lucha contra la Trata, que es como el encargado de brindarle el alojamiento, medidas de seguridad y de asistencia inmediatas pues no ha cumplido y entonces ella se la pasa de refugio en refugio ‒no estatales, si no en refugios privados, hoteles o cosas que han gestionado WLW‒. Es decir, ella no tiene un domicilio fijo. Entonces, sin ese domicilio fijo no puede recibir esas medidas de protección. Ella, además, se está exponiendo ‒puede ser captada en el transcurso o trayecto que recorre desde el punto A hasta el punto B‒. Ella está totalmente desprotegida. Ha recibido amenazas. Se ha encontrado de frente con su captora en dos momentos”.

La Fiscalía somete a las víctimas a interrogatorios largos y complejos en los que, además, en ocasiones, se revictimiza a la mujer, tal y como explica Ana Margarita: “En el caso de nuestra representada, la Fiscalía la ha sometido ya a cinco interrogatorios. Ya ha brindado testimonio muchas veces, se ha expuesto porque además la Fiscalía no hace una evaluación o estudio de los riesgos a los cuales somete a esta persona de seguridad e integridad física y psicológica porque ir a la Fiscalía es muy peligroso. En todo caso, la Fiscalía insiste en que ella ha sido negligente porque no ha ido a todos los interrogatorios, porque no atiende todos los llamados. O sea, carga desproporcionadamente a la víctima. ¿Por qué tantos interrogatorios? Vayan ustedes e investiguen. Al final, parece que es ella la que tiene que probar su situación y no la Fiscalía la que tiene que investigarla”.

No tendrán mi silencio

El teléfono suena una, dos, tres veces.

Es un audio de WhatsApp de Yolanda. La voz se escucha temblorosa: “Han amenazado de muerte a mi familia en Venezuela. Les intimidaron y les preguntaron dónde estaba. Les dijeron que si no aparecía serían ellos los que sufrirían las consecuencias”. Se detiene, se queda unos segundos en silencio y retoma: “A veces, pienso en regresar a Venezuela, entregarme a ellos y que dejen libres a mis hijos. Si voy, me matarán, pero quizá esta sea la única forma de que mis hijos puedan ser libres”.

El teléfono suena de nuevo. Es ella: más decidida, más firme.

“Ni siquiera sabía qué era la trata sexual. A mí jamás se me cruzó por la mente pensar que podría pasarme esto. Nunca tuve sospechas de que esto podía ocurrir porque como Maduro clausuró las noticias y no las pasaban, entonces, no sabía absolutamente nada. La gente tiene tanto miedo a hablar, de contar lo que está pasando, pero sé que cada vez está habiendo más engaños y secuestros de mujeres venezolanas. Les prometen lo mismo que a mí: que les pagarán el pasaje, que tendrán hospedaje, alimentos y una mejor vida. Lo único que me hace seguir adelante con esta denuncia es la posibilidad de que mis hijas tengan protección algún día y que, de verdad, algún día hagan algo con la trata sexual de mujeres, que logren que a otras mujeres no les pase, y que se cumplan nuestros derechos. Esto es lo único que hace que yo no desista y retire la denuncia. Me quieren callar. Intentarán silenciarme, pero no van a poder. Voy a seguir hablando. Lo voy a hacer para que no les pase a otras mujeres. No: no callaré. No tendrán mi silencio”.

Yolanda: a la espera de una resolución que haga justicia

A día de hoy, y después de un año de esta entrevista, Yolanda sigue adelante con su denuncia para dar visibilidad y con el objetivo de que se conozca esta problemática con la intención de que otras mujeres venezolanas no caigan en falsas ofertas laborales. Desde que Yolanda logró escapar con sus dos hijas ha pasado un año y medio. En la actualidad, ella y las pequeñas viven en un apartamento que forma parte de un programa de protección para víctimas de trata sexual. Su caso está en la Corte Constitucional de Colombia a la espera de una resolución: es la primera vez que el caso de una mujer migrante logra llegar a esta instancia en el país. Women’s Link Worldwide, que lleva la asistencia legal y el caso de Yolanda, es una organización internacional que hace litigio ante diferentes cortes y tribunales para avanzar los derechos de las mujeres y las niñas.

Yolanda no es un caso aislado: una docena de mujeres de origen venezolano que fueron entrevistadas de forma individual y separada para este reportaje relataron haber recibido ofertas para trabajar como camareras, vendedoras de tintos y en fincas cafeteras en otras regiones de Colombia (nombraron Bucaramanga, Barrancabermeja, Tibú y Montería. También otros países de Latinoamérica como Ecuador y Perú). Varias de ellas relataron que las compañeras y amigas que aceptaron dichas ofertas han desaparecido y no han vuelto a tener noticias de ellas. Una de las entrevistadas, además, narró cómo logró escapar una de sus amigas de un burdel en el que estuvo explotada y retenida durante un año en Barrancabermeja, parte occidental de Santander. La amiga de la entrevistada, debido al miedo y a las amenazas de la red que la explotaba, escapó a Venezuela. Hace dos años que no sabe nada de ella.

Fuentes entrevistadas antes de la publicación para este reportaje y que dieron su testimonio off the record debido a la complejidad y peligro que supone, alertan que la situación debido al covid-19 incrementa la vulnerabilidad de mujeres y niñas venezolanas. Relataron que, a pesar del cierre de las fronteras, la situación no solo no ha disminuido, sino que ha empeorado produciendo una transformación de las dinámicas internas de las redes, así como la aparición de nuevas rutas y países de destino en los que explotan a migrantes venezolanas captadas a través de falsas ofertas laborales. Sostuvieron, además, que el cierre de fronteras debido a la pandemia no detendrá el flujo migratorio por dos motivos: el primero y más importante es que las mujeres seguirán emigrando ante la escasez y la crisis; el segundo es la suma de dos factores: la permeabilidad de las fronteras venezolanas y la actividad de grupos armados al margen de la ley y trocheros.

 

por Sandra García Moreno/@sangarciamoreno

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