El Presidente Maduro dio un discurso impecable, este martes 08 de octubre pasado, lo leyó con humildad ante un país
acostumbrado a largas alocuciones sin papel de por medio. Habló con una
sencillez rotunda que no admite vericuetos. Deshilachó la realidad hasta
el huesito, y un alivio empezó a asentarse en mi pecho. Habló con
convicción, habló chavistamente, y el alivio mío se convertía en orgullo
mientras toda la Asamblea y todo el país se sentaba a escucharlo. Todos
menos uno que, como siempre, quiso armar una pataleta en la que, por
cierto, se creció Nicolás imponiendo el orden sin cambiar el talante ni
el tono, sin perder el hilo. Firme, cálido, tranquilo, tan Nicolás.
Lo
vi como nunca antes seguro de su liderazgo, ya no bajo la sombra de
Chávez sino brillando con la luz propia de un buen hijo, valiente,
enfrentando al monstruoso enemigo, el de adentro y el de afuera; y mi
alivio tornado en orgullo se volvió llamarada. Otra vez la llamarada
culpenicolas, otra vez la fuerza, otra vez las palabras.
Entonces
de mi jeta brotó a modo de medallita personalísima, no tan
importante para él como lo es para mi, un pronombre posesivo que solo le
había dado a Chávez: Mi Comandante Presidente.
Nicolás,
mi Presidente chavista, quien después de seis meses remontando su
propia tristeza, además de una montaña de dificultades, me ayuda a
remontar la mía y se convierte en el presidente que Chávez, con su
certeza plena como lo luna llena, supo que iba a ser.
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