Por Pedro Ramiro, Erika González y Juan Hernández Zubizarreta / Diagonalperiodico.net
En los últimos cien años, mientras ha ido avanzando el capitalismo
global y los Estados-nación han venido cediendo parte de su soberanía en
cuanto a las decisiones socioeconómicas, las empresas transnacionales
han logrado ir consolidando y ampliando su creciente dominio sobre la
vida en el planeta. Y es que aunque, en realidad, los antecedentes de lo
que hoy son las compañías multinacionales pueden situarse varios siglos
atrás –se habla de la existencia de empresas de este tipo ya a finales
de la Edad Media, con los ejemplos de la Banca de los Médici o la
Compañía de Indias–, no es hasta finales del siglo XIX y principios del
XX, cuando compañías estadounidenses como General Electric, United
Fruit, Ford y Kodak comienzan a extender sus negocios fuera de su país
de origen, en que las grandes corporaciones empiezan a adquirir un papel
de extraordinaria relevancia en el concierto internacional. Y eso se
potencia, especialmente, en las tres últimas décadas del siglo pasado y
en lo que va de este, ya que el avance de los procesos de globalización
económica y la expansión a escala planetaria global de las políticas
neoliberales han servido para construir un entramado político,
económico, jurídico y cultural, a nivel global, del que las empresas
transnacionales han resultado ser las principales beneficiarias.
Es evidente el poder que, en términos económicos, tienen las
corporaciones transnacionales. Basta comprobar, por ejemplo, cómo la
mayor empresa del mundo, Wal-Mart, maneja un volumen anual de ventas que
supera la suma del Producto Interior Bruto de Colombia y Ecuador,
mientras la petrolera Shell tiene unos ingresos superiores al PIB de los
Emiratos Árabes Unidos. Asimismo, las compañías multinacionales
disponen de un innegable poder político: son moneda de uso corriente las
estrechas relaciones entre gobernantes y empresarios, no hay más que
ver cómo, por citar solo algunos casos, los expresidentes González,
Aznar, Blair y Schröder han entrado en el directorio de corporaciones
como Gas Natural Fenosa, Endesa, JP Morgan Chase y Gazprom,
respectivamente; de la misma manera que, en sentido contrario, Mario
Draghi y Mario Monti pasaron de Goldman Sachs a las presidencias del
Banco Central Europeo y del gobierno italiano.
Igualmente, las empresas transnacionales poseen una extraordinaria
influencia sobre la sociedad tanto en el terreno cultural –las grandes
compañías emplean la publicidad y las técnicas de marketing para
consolidar su gran poder de comunicación y persuasión en la sociedad de
consumo– como en el plano jurídico: los contratos y las inversiones de
las multinacionales se protegen mediante una tupida red de convenios,
tratados y acuerdos que conforman un nuevo Derecho Corporativo Global,
la llamada lex mercatoria, con el que las grandes corporaciones ven cómo
se protegen sus derechos a la vez que no existen contrapesos
suficientes ni mecanismos reales para el control de sus impactos
sociales, laborales, culturales y ambientales.
Todo este poder que han acumulado las empresas transnacionales se ha
venido acrecentando, de forma acelerada, desde los años setenta hasta
hoy. Esto es, desde que con la aplicación de las medidas económicas
promovidas por Milton Friedman y la Escuela de Chicago, el
neoliberalismo fue imponiendo su ideología por todo el globo
aprovechando los golpes militares, las guerras, las catástrofes
naturales y las sucesivas crisis económicas para introducir drásticas
reformas sin apenas oposición popular en el marco de “la doctrina del
shock”. En los últimos cuatro años, desde que estalló el crash
financiero global, y siguiendo la máxima de “privatizar las ganancias y
socializar las pérdidas”, las instituciones que nos gobiernan están
aplicando en Europa las mismas políticas que se llevaron a cabo en los
países periféricos en las décadas de los 80 y 90: reformas laborales que
recortan derechos laborales básicos, modificación del sistema de
jubilaciones para favorecer los planes de pensiones privados, aumento de
los impuestos indirectos y de la fiscalidad sobre las rentas del
trabajo, reducción de la tributación de empresas y grandes fortunas,
mercantilización de los servicios públicos que todavía quedan por
privatizar, eliminación de la inversión pública en educación, sanidad,
cooperación, dependencia, etcétera.
De este modo, mientras se inyectan presupuestos públicos millonarios a
las mismas empresas que durante todos estos años se han beneficiado de
la falta de regulación del sistema económico y financiero, la crisis es
la excusa para avanzar con más fuerza en el desmantelamiento del Estado
del Bienestar, la privatización de los bienes comunes y la apertura de
puertas al capital transnacional para que pueda controlar más y más
cuestiones que tienen que ver con los derechos fundamentales de la
ciudadanía.
Las compañías multinacionales controlan los sectores estratégicos de
la economía mundial: la energía, las finanzas, las telecomunicaciones,
la salud, la agricultura, las infraestructuras, el agua, los medios de
comunicación, las industrias del armamento y de la alimentación. Y la
crisis capitalista no ha hecho sino reforzar el papel económico y la
capacidad de influencia política de las grandes corporaciones, que tan
pronto hacen negocio con los recursos naturales, los servicios públicos y
la especulación inmobiliaria, como con los mercados de futuros de
energía y alimentos, las patentes sobre la vida o el acaparamiento de
tierras. Asistimos a una crisis sistémica que no es solo económica, sino
también ecológica, social y de cuidados, que está produciendo estragos
en las condiciones de vida de la mayoría de la población mundial.
En este complejo contexto, resulta imprescindible continuar con la
investigación, el análisis, la denuncia y la movilización en contra de
los abusos que cometen las empresas transnacionales en su expansión por
todo el globo. Porque, lejos de debilitarse con la actual crisis
económica y financiera, el hecho es que las grandes corporaciones
continúan fortaleciendo su poder e influencia en nuestras sociedades
gracias a sus renovadas estrategias corporativas y a la constante
aplicación de nuevos modelos de negocio. Por eso, a la vez que se
profundizan las desigualdades y las mayorías sociales ven cómo sus
derechos quedan relegados frente a la protección de los intereses
comerciales y los contratos de las compañías multinacionales, se hace
más necesario que nunca fortalecer las luchas y resistencias en contra
de las empresas transnacionales. A la vez, ha de avanzarse en la
reflexión y la construcción de alternativas socioeconómicas que nos
permitan mirar más allá del capitalismo, abriendo ventanas hacia esos
otros modelos posibles, otras realidades que no pasen por situar a las
grandes corporaciones en el centro de la actividad de la sociedad sino
que, justamente al contrario, las desplacen a un lado para colocar en su
lugar a las personas y a los procesos que hacen posible la vida en
nuestro planeta.
Un mercado controlado por pocas empresas
¿Qué son las transnacionales?
Una empresa transnacional (o multinacional) es aquella empresa que
está constituida por una sociedad matriz creada conforme a la
legislación del país en que se encuentra instalada, que se implanta a su
vez en otros países mediante inversión extranjera directa, sin crear
empresas locales o mediante filiales, de acuerdo a las leyes del país de
destino. Aunque tenga la apariencia jurídica de una pluralidad de
sociedades, en lo esencial se constituye como una unidad económica con
un centro único con poder de decisión.
El poder en pocas manos
En el año 2010, había 80.000 empresas transnacionales en todo el
mundo, que controlaban 810.000 compañías filiales. Eso sí, a pesar de
que existen miles de transnacionales en el mercado global, apenas unos
cientos de ellas controlan a las demás: 737 multinacionales monopolizan
el valor accionarial del 80% de total de las grandes compañías del
mundo, y solo 147 controlan el 40% de todas ellas.
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