Algunas claves pueden darnos a entender que sobre la verdadera
posibilidad de la "siembra del petróleo" en nuestro país existen muchos
mitos, demagogia y desconocimiento de la formación histórica venezolana.
Ajustado
al proyecto de las revoluciones burguesas del XIX, se suele instalar
como un relato hegemónico que la industrialización acabará con todas las
penas económicas en Venezuela. Se supone que los países del "primer
mundo" han logrado un alto grado de desarrollo gracias a ella, y que lo
mismo debería suceder aquí sin demasiado análisis.
Desde ese horizonte planteado como el único válido y aceptable, no sólo desde el discurso político sino también en el del empresariado y la clase media, en la literatura y en la historia oficial de la república, la producción industrial es un hecho mecánico y meramente técnico, donde sólo interactúan elementos económicos. Sin embargo, múltiples factores condicionan que la consigna de "sembrar el petróleo", con más de medio siglo de existencia, se haga efectiva en el país donde fue pensada pero nunca realizada.
Esto fue en la época de Juan Vicente Gómez, quien representaba él mismo el Estado y, quien a nombre de la nación, constituyó los componentes básicos que configuran al Estado como modo de organización social, la monopolización de la violencia y en consecuencia la imposición de un "Imperio de la ley".
Con el paso de las décadas, se fue consolidando el hecho de que el Estado, por su el enorme flujo de dinero que captada por las exportaciones petroleras, fuera el amo y señor de la política y la economía en Venezuela. No había proyecto privado que no involucrara la cartera estatal, ni "visión nacional" (siempre desarrollista, vale argumentar) fuera del presupuesto acumulado a través de la venta de crudo.
Esto no sólo produjo que cada vez más la economía venezolana se volcara hacia la neta exportación petrolera y abandonara casi por completo la producción agropecuaria, también una idea de que sin el petroestado venezolano no podía haber progreso ni desarrollo ni bienestar. La democracia, con el fin de la dictadura gomecista, fue aunada al imaginario del "petroestado".
A partir de eso se desarrolló una lógica económica que persiste en nuestros tiempos con fuerza: la puja por una subida de precios petroleros era la principal estrategia de economía política del Estado venezolano, pero también del empresariado, de los intelectuales, de su sociedad civil y del sistema político visto como un todo. Una relación de dependencia que ya cumple un siglo. De hecho, buena parte, pero no la única como veremos a continuación, del fracaso de la industrialización venezolana vino con los booms petroleros.
Dijera un entonces ministro de industrias que "cada vez que los precios del petróleo se disparan, la locura importadora sube".
Como consecuencia de este paradigma, las principales transnacionales del petróleo vieron en Venezuela una mina muy atractiva, atestada de terratenientes y capital comercial en alza, que después de la Segunda Guerra Mundial significaría, junto a México, una reserva clave para la acumulación de crudo y así dejar atrás la escasez impuesta por los costos de la guerra.
La competencia era poco intensa debido a que el desarrollo capitalista local no se tradujo en la creación y expansión de mercados, aunque existiesen algunos de antemano, mas el monopolio mercantil podía ser tomado por cualquiera que tranzara los negocios necesarios con la clase política venezolana en el volante.
Con el paso de las décadas y el desarrollo de la industria petrolera interna, fueron aumentando las cantidades de compañías que buscaban cooptar mercados urbanos en pleno auge de las ciudades en el país.
La familia Rockefeller, por ejemplo, no sólo tuvo sus negocios petroleros con la Standard Oil en el suelo y subsuelo venezolano, sino que también implementó una cadena de supermercados (CADA) que significó no sólo la apertura de un mercado monopolizado de los alimentos en los sectores más pudientes y de la clase media venezolana, también impuso parámetros culturales de la alimentación.
Todo con base a la lógica del negocio, en el que las empresas extranjeras tenían un poder sin precedentes sobre la producción artesanal, agropecuaria y local de productos alimenticios. De allí devino otro negocio muy lucrativo que involucraba al petroestado venezolano.
Éstos se conformaron en grupos oligopólicos de empresas, llevadas por las principales familias opulentas, que decidieron crear Fedecámaras y Consecomercio para defender sus intereses en un frente.
De aquellos se produjo el negocio de las importaciones para captar divisas del petroestado como principal vía de acumulación.
Debido a que toda iniciativa económica, privada y (obviamente) pública, tenía en el Estado su principal cartera bancaria, la lógica importadora, con la demanda urbana, se impuso como una dinámica que se sostiene hasta nuestros tiempos.
Importar, para los mal llamados empresarios venezolanos, era más importante que producir pues el lucro venía principalmente de la captación de divisas producto de la exportación petrolera.
¿Los rubros a importar? Cualquier producto semi-terminado que concluyera por ensamblarse en las cadenas industriales del país. Los intentos de industrialización tuvieron en estos grupos sus principales opositores.
Son los mismos que hoy dictan cátedra sobre la necesidad de industrializar la producción (a costa de los petrodólares) y afirman que el modelo rentístico está agotado.
Si bien la historia económica de Venezuela está signada por lo colonial, la dependencia y la cultura minera, hay que tomar en cuenta que el sector privado comercial y especulativo tomó las riendas de ese barco llamado petroestado venezolano.
Pero en la conducción del Estado hubo agentes que impidieron, de una u otra forma, esos planes de "siembra petrolera", por más que se llenaran de palabras sobre los avances en el asunto.
Bien documentadas están las pretensiones, por ejemplo, de intentar la industrialización del sector automotriz en Venezuela. Se enfrentaron dos proyectos que beneficiarían a uno u otro grupo, uno venezolano y el otro estadounidense. La guerra de los motores la ganó el extranjero, con una base industrial que básicamente insistía en las importaciones para su plan y no en las posibilidades locales de producción, con un mínimo apoyo estatal.
Uno de los problemas más constantes a la hora de presentar un plan de sustitución de importaciones es que se buscan las ganancias netas en el corto plazo, incluyendo siempre el objetivo de exportar lo que en el futuro se produciría industrialmente.
La tara sigue reproduciéndose hoy en día con los deseos de industrialización. Acción Democrática fue el mayor impulsor político de estos planes, pero se dice popularmente que los deseos no empreñan y la falta de visión estratégica hizo que jugara un papel determinado a favor de la "burguesías" importadora.
A raíz del crecimiento de la industria petrolera y las ciudades, la diáspora interna se ubicó en los cordones periféricos de Caracas, Valencia, Maracaibo. Entre la década de 1940 y 1980 se completó un proceso de desplazamiento de la población campesina a la vida urbana, altamente dependiente de los ingresos rentísticos.
Nunca hubo una política industrial que involucrara a ese desplazamiento, que quedó a la merced de trabajos manuales mal remunerados y comerciales, todos tercerizados, en un mercado creado exclusivamente para mantener a los barrios pobres bajo un nivel de subsistencia controlado.
No hubo una práctica de reubicación a la población a ese supuestamente querido proceso de industrialización. Más bien se aceleró el incentivo al "bienestar" a través de la circulación de capital comercial en los tramos pequeños y medianos de la economía nacional y la sociedad, y a la captación de las ganancias dinerarias de la renta petrolera en las capas pudientes.
También, la importación de chatarra industrial se hizo preeminente como base para la industrialización, una muestra clara de que no había intención de crear y adaptar a las condiciones venezolanas una industria en el marco de la "siembra petrolera".
Entonces, no sólo ha habido una acumulación delictiva de capital por parte de los oligopolios nacionales y foráneos enquistados en los negocios (y hasta en los cargos) del petroestado venezolano, sino que también se han presentado planes de estrategia industrial deficientes, centrados en la lógica de importación y con una lectura poco clara de la situación venezolana, su población y la historia que nos trajo hasta acá.
Con el gobierno de Rómulo Betancourt se hizo oficial la política de "industrialización por sustitución de importaciones", y aunque en principio se tomaron medidas arancelarias contra las importaciones a algunos sectores (todo lo que no tocara el Tratado de Reciprocidad Comercial con los Estados Unidos) para fortalecer la producción nacional, ésta se estancó por los ingresos petroleros. Todos los planes que se hicieron después, incluso con el chavismo en el gobierno, nacieron bajo la tutela del petróleo y sigue nutrida por éste. Hasta nuevo aviso.
La renta petrolera es el foco de toda la lógica económica de Venezuela. No importa la cantidad de inversiones en otras producciones de materias primas nacionales y en industrias manufactureras de otros géneros: la industria petrolera determina, con su dinámica, el resto de la economía y a la sociedad venezolana por entera.
Podría describirse el trabajo en Venezuela como uno íntimamente vinculado a lo distribuido por el petroestado, altamente dependiente de los circuitos comerciales y monetarios, legales e ilegales, también subsumidos a la lógica de la renta petrolera.
En el país la masa proletaria, netamente industrial, es el menor porcentaje dentro de la diversidad de la clase trabajadora venezolana, mayormente compuesta por trabajadores en el sector servicios, comercio, etc. En la industria petrolera se concentra la mayor cantidad de proletarios en Venezuela; luego vendría aquel sector semi-industrial de ensamblaje y distribución de productos importados.
La mano de obra calificada, con título universitario, generalmente ha salido del país a trabajar en grandes consorcios foráneos: un fenómeno conocido como "fuga de cerebros", pues la mayoría de este sector fue formado teórica y técnicamente por subvenciones del Estado.
De esta forma, la cultura social del trabajo en Venezuela no se puede explicar sin tomar en cuenta la relación que tiene la clase trabajadora con el petróleo.
Se trata, asimismo, de una cultura del trabajo que trae consigo sus propios códigos cotidianos, símbolos y experiencias. Transformarla significaría volcarse hacia un nuevo paradigma cultural, bajo una disposición material que poco tiene que ver con la realidad en este momento en Venezuela.
Ésta no tiene el carácter fordista, que no es el único paradigma de trabajo industrial pero sí el más difundido en los principales centros manufactureros occidentales, pues comporta una dinámica social que no está implementada en el país. Más bien se encuentra instalada en el cuerpo social la "facilidad", casi tramposa, de la cultura de la renta, que, como describimos, comporta un afán de bienestar ligado íntimamente a la lógica dependiente de los ingresos petroleros.
En Venezuela no existe un sentido del trabajo conectado a la maquila y la fábrica industrial, que requiere una disciplina social y una relación de trabajo ligada a la productividad capitalista como las hubo en Manchester y Liverpool durante el siglo XVII, cuyos procesos (los conocemos gracias al capítulo 24 de El Capital de Marx) fueron distinguidos por haberse inscritos "con trazos indelebles de sangre y fuego".
Los venezolanos y las venezolanas de a pie no somos flojos ni huimos al trabajo, pero la manera en que nos relacionamos con el petroestado dista mucho de una cultura trabajadora acorde a las prerrogativas de la industrialización.
Entre esas consideraciones está la del consumismo directo, no basado en las importaciones, propio de la cultura capitalista y, por ende, impuesto por los diferentes agentes transnacionales durante el siglo XX.
Tal vez otro modelo alternativo de la "siembra petrolera", que pudiera regirse bajo otros parámetros, respondiendo a los desafíos actuales en Venezuela, encajaría mejor que la ya manida argumentación de que la sustitución de importaciones debe ir de la mano con una industrialización y proletarización de un país, cuyo centro político, económico-financiero y cultural es el petróleo. Menuda paradoja.
Desde ese horizonte planteado como el único válido y aceptable, no sólo desde el discurso político sino también en el del empresariado y la clase media, en la literatura y en la historia oficial de la república, la producción industrial es un hecho mecánico y meramente técnico, donde sólo interactúan elementos económicos. Sin embargo, múltiples factores condicionan que la consigna de "sembrar el petróleo", con más de medio siglo de existencia, se haga efectiva en el país donde fue pensada pero nunca realizada.
El "petroestado" venezolano
La constitución del Estado moderno venezolano más que una construcción propia de la oligarquía agroexportadora, fue una derivación de los negocios petroleros de las transnacionales energéticas estadounidenses y europeas sobre nuestro país. Nació como un mediador que integraría la circulación del dinero recaudado de dichos negocios a los planes nacionales, ajustado la imaginario moderno del Estado-nación europeo. Una traslación mecánica de forma y fondo.Esto fue en la época de Juan Vicente Gómez, quien representaba él mismo el Estado y, quien a nombre de la nación, constituyó los componentes básicos que configuran al Estado como modo de organización social, la monopolización de la violencia y en consecuencia la imposición de un "Imperio de la ley".
Con el paso de las décadas, se fue consolidando el hecho de que el Estado, por su el enorme flujo de dinero que captada por las exportaciones petroleras, fuera el amo y señor de la política y la economía en Venezuela. No había proyecto privado que no involucrara la cartera estatal, ni "visión nacional" (siempre desarrollista, vale argumentar) fuera del presupuesto acumulado a través de la venta de crudo.
Esto no sólo produjo que cada vez más la economía venezolana se volcara hacia la neta exportación petrolera y abandonara casi por completo la producción agropecuaria, también una idea de que sin el petroestado venezolano no podía haber progreso ni desarrollo ni bienestar. La democracia, con el fin de la dictadura gomecista, fue aunada al imaginario del "petroestado".
A partir de eso se desarrolló una lógica económica que persiste en nuestros tiempos con fuerza: la puja por una subida de precios petroleros era la principal estrategia de economía política del Estado venezolano, pero también del empresariado, de los intelectuales, de su sociedad civil y del sistema político visto como un todo. Una relación de dependencia que ya cumple un siglo. De hecho, buena parte, pero no la única como veremos a continuación, del fracaso de la industrialización venezolana vino con los booms petroleros.
Dijera un entonces ministro de industrias que "cada vez que los precios del petróleo se disparan, la locura importadora sube".
El papel de las transnacionales sobre la producción local
Esa misma dependencia petroestatal fue constituida no sólo por factores internos sino, y sobre todo, por una organización de la división internacional del trabajo que posicionó a Venezuela como un exportador de materias primas energéticas.Como consecuencia de este paradigma, las principales transnacionales del petróleo vieron en Venezuela una mina muy atractiva, atestada de terratenientes y capital comercial en alza, que después de la Segunda Guerra Mundial significaría, junto a México, una reserva clave para la acumulación de crudo y así dejar atrás la escasez impuesta por los costos de la guerra.
La competencia era poco intensa debido a que el desarrollo capitalista local no se tradujo en la creación y expansión de mercados, aunque existiesen algunos de antemano, mas el monopolio mercantil podía ser tomado por cualquiera que tranzara los negocios necesarios con la clase política venezolana en el volante.
Con el paso de las décadas y el desarrollo de la industria petrolera interna, fueron aumentando las cantidades de compañías que buscaban cooptar mercados urbanos en pleno auge de las ciudades en el país.
La familia Rockefeller, por ejemplo, no sólo tuvo sus negocios petroleros con la Standard Oil en el suelo y subsuelo venezolano, sino que también implementó una cadena de supermercados (CADA) que significó no sólo la apertura de un mercado monopolizado de los alimentos en los sectores más pudientes y de la clase media venezolana, también impuso parámetros culturales de la alimentación.
Todo con base a la lógica del negocio, en el que las empresas extranjeras tenían un poder sin precedentes sobre la producción artesanal, agropecuaria y local de productos alimenticios. De allí devino otro negocio muy lucrativo que involucraba al petroestado venezolano.
El negocio de las importaciones
A medida que la demanda de bienes y servicios aumentaba con el auge de las ciudades en el país, también lo hacía el número de empresas transnacionales y, asimismo, la cantidad de "mediadores" que se transformaron rápidamente en un influyente sector económico: el importador.Éstos se conformaron en grupos oligopólicos de empresas, llevadas por las principales familias opulentas, que decidieron crear Fedecámaras y Consecomercio para defender sus intereses en un frente.
De aquellos se produjo el negocio de las importaciones para captar divisas del petroestado como principal vía de acumulación.
Debido a que toda iniciativa económica, privada y (obviamente) pública, tenía en el Estado su principal cartera bancaria, la lógica importadora, con la demanda urbana, se impuso como una dinámica que se sostiene hasta nuestros tiempos.
Importar, para los mal llamados empresarios venezolanos, era más importante que producir pues el lucro venía principalmente de la captación de divisas producto de la exportación petrolera.
¿Los rubros a importar? Cualquier producto semi-terminado que concluyera por ensamblarse en las cadenas industriales del país. Los intentos de industrialización tuvieron en estos grupos sus principales opositores.
Son los mismos que hoy dictan cátedra sobre la necesidad de industrializar la producción (a costa de los petrodólares) y afirman que el modelo rentístico está agotado.
Si bien la historia económica de Venezuela está signada por lo colonial, la dependencia y la cultura minera, hay que tomar en cuenta que el sector privado comercial y especulativo tomó las riendas de ese barco llamado petroestado venezolano.
Desaciertos e insolvencias en política económica
En los distintos planes de industrialización siempre se habló de la capacidad del país para concretar el sueño desarrollista. En el siglo XX hubo muchos momentos propicios para comenzar un proceso industrial con cierta potencia.Pero en la conducción del Estado hubo agentes que impidieron, de una u otra forma, esos planes de "siembra petrolera", por más que se llenaran de palabras sobre los avances en el asunto.
Bien documentadas están las pretensiones, por ejemplo, de intentar la industrialización del sector automotriz en Venezuela. Se enfrentaron dos proyectos que beneficiarían a uno u otro grupo, uno venezolano y el otro estadounidense. La guerra de los motores la ganó el extranjero, con una base industrial que básicamente insistía en las importaciones para su plan y no en las posibilidades locales de producción, con un mínimo apoyo estatal.
Uno de los problemas más constantes a la hora de presentar un plan de sustitución de importaciones es que se buscan las ganancias netas en el corto plazo, incluyendo siempre el objetivo de exportar lo que en el futuro se produciría industrialmente.
La tara sigue reproduciéndose hoy en día con los deseos de industrialización. Acción Democrática fue el mayor impulsor político de estos planes, pero se dice popularmente que los deseos no empreñan y la falta de visión estratégica hizo que jugara un papel determinado a favor de la "burguesías" importadora.
A raíz del crecimiento de la industria petrolera y las ciudades, la diáspora interna se ubicó en los cordones periféricos de Caracas, Valencia, Maracaibo. Entre la década de 1940 y 1980 se completó un proceso de desplazamiento de la población campesina a la vida urbana, altamente dependiente de los ingresos rentísticos.
Nunca hubo una política industrial que involucrara a ese desplazamiento, que quedó a la merced de trabajos manuales mal remunerados y comerciales, todos tercerizados, en un mercado creado exclusivamente para mantener a los barrios pobres bajo un nivel de subsistencia controlado.
No hubo una práctica de reubicación a la población a ese supuestamente querido proceso de industrialización. Más bien se aceleró el incentivo al "bienestar" a través de la circulación de capital comercial en los tramos pequeños y medianos de la economía nacional y la sociedad, y a la captación de las ganancias dinerarias de la renta petrolera en las capas pudientes.
También, la importación de chatarra industrial se hizo preeminente como base para la industrialización, una muestra clara de que no había intención de crear y adaptar a las condiciones venezolanas una industria en el marco de la "siembra petrolera".
Entonces, no sólo ha habido una acumulación delictiva de capital por parte de los oligopolios nacionales y foráneos enquistados en los negocios (y hasta en los cargos) del petroestado venezolano, sino que también se han presentado planes de estrategia industrial deficientes, centrados en la lógica de importación y con una lectura poco clara de la situación venezolana, su población y la historia que nos trajo hasta acá.
Con el gobierno de Rómulo Betancourt se hizo oficial la política de "industrialización por sustitución de importaciones", y aunque en principio se tomaron medidas arancelarias contra las importaciones a algunos sectores (todo lo que no tocara el Tratado de Reciprocidad Comercial con los Estados Unidos) para fortalecer la producción nacional, ésta se estancó por los ingresos petroleros. Todos los planes que se hicieron después, incluso con el chavismo en el gobierno, nacieron bajo la tutela del petróleo y sigue nutrida por éste. Hasta nuevo aviso.
La renta petrolera es el foco de toda la lógica económica de Venezuela. No importa la cantidad de inversiones en otras producciones de materias primas nacionales y en industrias manufactureras de otros géneros: la industria petrolera determina, con su dinámica, el resto de la economía y a la sociedad venezolana por entera.
Una cultura social del trabajo
Se pierde de perspectiva qué significa industrializar para sustituir importaciones, más allá de los beneficios que podrían significar consumir lo que producimos. No es un proceso que se pueda constituir de una varita mágica, necesita de ciertas condiciones.Podría describirse el trabajo en Venezuela como uno íntimamente vinculado a lo distribuido por el petroestado, altamente dependiente de los circuitos comerciales y monetarios, legales e ilegales, también subsumidos a la lógica de la renta petrolera.
En el país la masa proletaria, netamente industrial, es el menor porcentaje dentro de la diversidad de la clase trabajadora venezolana, mayormente compuesta por trabajadores en el sector servicios, comercio, etc. En la industria petrolera se concentra la mayor cantidad de proletarios en Venezuela; luego vendría aquel sector semi-industrial de ensamblaje y distribución de productos importados.
La mano de obra calificada, con título universitario, generalmente ha salido del país a trabajar en grandes consorcios foráneos: un fenómeno conocido como "fuga de cerebros", pues la mayoría de este sector fue formado teórica y técnicamente por subvenciones del Estado.
De esta forma, la cultura social del trabajo en Venezuela no se puede explicar sin tomar en cuenta la relación que tiene la clase trabajadora con el petróleo.
Se trata, asimismo, de una cultura del trabajo que trae consigo sus propios códigos cotidianos, símbolos y experiencias. Transformarla significaría volcarse hacia un nuevo paradigma cultural, bajo una disposición material que poco tiene que ver con la realidad en este momento en Venezuela.
Ésta no tiene el carácter fordista, que no es el único paradigma de trabajo industrial pero sí el más difundido en los principales centros manufactureros occidentales, pues comporta una dinámica social que no está implementada en el país. Más bien se encuentra instalada en el cuerpo social la "facilidad", casi tramposa, de la cultura de la renta, que, como describimos, comporta un afán de bienestar ligado íntimamente a la lógica dependiente de los ingresos petroleros.
En Venezuela no existe un sentido del trabajo conectado a la maquila y la fábrica industrial, que requiere una disciplina social y una relación de trabajo ligada a la productividad capitalista como las hubo en Manchester y Liverpool durante el siglo XVII, cuyos procesos (los conocemos gracias al capítulo 24 de El Capital de Marx) fueron distinguidos por haberse inscritos "con trazos indelebles de sangre y fuego".
Los venezolanos y las venezolanas de a pie no somos flojos ni huimos al trabajo, pero la manera en que nos relacionamos con el petroestado dista mucho de una cultura trabajadora acorde a las prerrogativas de la industrialización.
Entre esas consideraciones está la del consumismo directo, no basado en las importaciones, propio de la cultura capitalista y, por ende, impuesto por los diferentes agentes transnacionales durante el siglo XX.
Tal vez otro modelo alternativo de la "siembra petrolera", que pudiera regirse bajo otros parámetros, respondiendo a los desafíos actuales en Venezuela, encajaría mejor que la ya manida argumentación de que la sustitución de importaciones debe ir de la mano con una industrialización y proletarización de un país, cuyo centro político, económico-financiero y cultural es el petróleo. Menuda paradoja.
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